
O Andrés Mazariegos Vázquez, que es como realmente se llama. Sabe torear muy bien y ha tenido temporadas de mucha circulación, pero las nuevas olas le van minando el terreno. Nació en Villalpando (Zamora) el 25 de julio de 1936, y se presentó con feliz éxito en Madrid el 3 de septiembre de 1961, para matar novillos de Cervates con Antonio León y Manuel Amador. Tan excelente cartel logró en poco tiempo, que el 19 de mayo de 1962 tomó la alternativa en la misma plaza de las Ventas, otorgada por Gregorio Sánchez, con Mondeño de testigo y toros de Benítez Cubero, y el triunfo alcanzado en tal ocasión le permitió torear 54 corridas en dicha temporada. En 1963, toreó 45; en 1964, 31; en 1965, 21; en 1966, 27; en 1967, 27 también; en 1968, 22… En esto del toro, hay que estar apretando siempre, para no ser arrollado. En 1969 apretó al verse en el montón (toreó sólo ocho veces) y puede mejorar sus posiciones.

Me está llamando mucha gente, este premio debe ser importante». Así, contento y casi sorprendido, desde su retiro místico en su Villalpando natal, recibía el maestro Andrés Vázquez la concesión del Premio Castilla y León de Tauromaquia. Un galardón que reconoce una trayectoria impecable, casi de leyenda, forjada desde las capeas con toros pregonaos hasta las tardes de gloria en el templo del toreo, el templo de ladrillo rojo, la Plaza de las Ventas.

Ochenta y nueve años jalonan la vida de un personaje singular y único, más allá de la tauromaquia, del propio toreo. La vida de quien todo lo ha tenido y todo lo ha perdido, pero porta aún en sus manos, en sus muñecas, en sus

entrañas, todos los secretos: la hondura, el poso, la pureza del toreo eterno. Su mirada penetrante, su ayuda inteligencia innata, sus gestos a veces majestuosos, su descarnada sinceridad en el albero y en la vida, a veces tan peligrosa, tan hiriente como un cinqueño en puntas. Genio y figura siempre, que a sus 80 años estoqueó su último Victorino en una histórica tarde de 2012.

Andrés Vázquez nació torero y morirá torero. Diez puertas grandes en Madrid y veinticuatro cornadas en sus carnes son sus credenciales: la gloria y la sangre, el cielo y el hule, el triunfo y la herida. Como la misma vida, el toreo en su máxima expresión, sin guardarse nada: la cara y la cruz, las luces y las sombras, la vida y la muerte.

Hijo de familia de labriegos, admirador de Belmonte y de Ordóñez, Andrés Vázquez es el ejemplo de hombre hecho a sí mismo, cincelado a golpes de corazón y de cojones, de fe en sí mismo. Aquel niño de Villalpando que en los duros inviernos iba en burro o a pie hasta la próxima Benavente a la ganadería de El Rejón para poder tentar una vaca y recorría los caminos como maletilla; aquel joven que dormía al raso y no pudo estrenar un traje de luces en condiciones hasta que el destino comenzó a sonreírle, que se la jugaba en las capeas con mozos embrutecidos por el vino y toracos resabiados y marrajos, y en los contratos con la picaresca y las malas artes de empresarios de poca monta. Nada que ver con los jóvenes que ahora acuden a las escuelas y no se han manchado las suelas de barro en su vida.




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